Don Gesualdo, el impar


La herida que le produjo el accidente automovilístico no era mortal, pero lo mató. Triste noticia, sí, pero no del todo extraña al personaje, quien siempre fue un resignado: cuando jugaba al ajedrez solía emprender una estrategia llamada autojaque, que obliga al rival a ganar aunque no quiera. “Perder me ha gustado siempre”, dijo en una entrevista en 1981, cuando apareció su primera novela.

Le tomó diez años escribirla y la dejó guardada todavía otros diez años. Y más aún: la entregó a regañadientes, para quitarse de encima a una editora insistente. La novela lleva por título Diceria de ll’untore y se tradujo al español como Perorata del apestado. Casi de inmediato el autor obtuvo lo que siempre buscó evitar: la notoriedad. “Yo empecé a escribir desde niño. Después, durante años, he seguido escribiendo: en la juventud, la madurez, hasta llegar casi al umbral de la vejez… pero sin intentar publicar nunca, lo cual era una especie de enfermedad, llamémoslo así, una perversión casi patológica, provocada por el amor por el soliloquio, por el monólogo en lugar del coloquio. Pienso que una platea demasiado grande impide la exteriorización de la propia personalidad. La escritura para mí es un juguete y una medicina privada”.

Descontando unos pocos años que pasó como infante de la Marina italiana durante la Segunda Guerra Mundial y en un sanatorio en Roma, este hombre pasó toda su vida en su pueblo natal, Comiso, al sur de Sicilia. Fue un discreto pero querido profesor de bachillerato. En 1981, cuando apareció esa primera novela, tenía 60 años, “razonable edad para morir, no tanto para escribir”, dice el narrador de otra de sus novelas. Es lo que podría llamarse un escritor en extremo respetuoso con sus lectores, que no les entrega borradores. O que les entrega con seguridad el borrador más depurado que pude alcanzar. Porque un autor tan pulcro solo escribe borradores.

Un poco a pesar de sí mismo siguieron saliendo a la luz otros libros: Argos el ciego, Calendas griegas, Las mentiras de la noche, Tommaso y el fotógrafo ciego, casi todas publicadas en español por Anagrama en la década del ochenta y comienzos de los noventa. Cada una de esas novelas es perfecta, cada una de sus frases es un mecanismo esplendoroso de sentido. Gesualdo Bufalino, don Gesualdo el impar, su autor, encontró en esas novelas el eslabón perdido entre la prosa y la poesía. Que no es poco.

En Colombia editorial Norma publicó, también a comienzos de los noventa, varios títulos de don Gesualdo, entre ellos un librito de aforismos titulado El malpensante. Lunario del año que pasó. Son gotas que condensan el arte de Bufalino, su visión del mundo. Valga esta selección como invitación a leer sus novelas, que son inmensas, que lo sobreviven después de ese accidente automovilístico que le produjo una herida no mortal que lo mató. Fue en 1996, un viernes lluvioso de junio, en una carretera rural. 


El malpensante [Fragmento]

Habiendo sido muy viejo desde joven, concededme, ya viejo, algunas luces de juventud.

Ningún abismo de depravación existe donde dude en sumergirse la mente de un tímido.

Como quien se rompe la espalda para aumentar su saldo en el banco, así trabajo cada día con mi vida para convertirla en pasado: esa cuenta corriente que crece.

Rumiar el mal sin atreverse a cumplirlo… Así se forman las vocaciones poéticas.

Cuesta una inmensa fatiga conservar una buena opinión de sí mismo. Quién sabe cómo harán algunos.

Es más difícil que Stan Laurel pase por el ojo de una aguja que Oliver Hardy.

Si queréis saber más de vosotros, escuchad detrás de las puertas.

Todas las mujeres deberían ser bellas; los hombres, todos feos: es injusto que una mujer sea fea, ridículo que un hombre no lo sea.

Cada uno sueña los sueños que se merece.

Ninguna pasión arde si no la alimenta, de vez en cuando, la mala fe.

Dios es mejor de lo que parece, la Creación no le hace justicia.

Amo los nombres de árboles y flores que no he visto y no sabría reconocer si los viese: el aliso negro, el agavanzo.

Hay suicidas invisibles. Se continúa vivo por pura diplomacia, se bebe, se come, se camina. Los demás se engañan siempre, pero nosotros sabemos, con una sonrisa interna, que se equivocan, que estamos muertos.

No conozco voluptuosidad más punzante que leer, no ya un libro de principio a fin, sino, pescando al azar, aquí una página, allá un renglón, estando de pie ante las cascadas prodigiosas de una biblioteca.

Las motas del aburrimiento, la felicidad del aburrimiento en la adorada provincia.

Los placeres de la vanidad no duran en general más que un orgasmo masculino.

El bibliófilo, de una mujer: “Encuadernación bellísima, texto más bello aún”.

Leo con el acostumbrado fastidio en el periódico esta mañana el último boletín de la guerra ítalo-italiana.

Dos infelicidades, sumadas, pueden hacer una felicidad.

El único consuelo, en vísperas de elecciones entre dos candidatos, es que al menos uno de los dos perderá.

Vivo dentro de mí como un huésped.

Vivir por encima de sus medios lo hacen muchos. Morir, ninguno.

La calumnia desinteresada es, en quien la propaga, indicio inobjetable de talento literario.

Pocos se dan cuenta de que su muerte coincidirá con el fin del universo.



Gesualdo Bufalino, El malpensante. Lunario del año que pasó, Bogotá, Editorial Norma. 1995. Traducción de Mario Jursich Durán.

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