El 30 de enero de 2002, hoy hace diez años, fue asesinado
Orlando Sierra Hernández, columnista y subdirector del diario La Patria, de Manizales. Se había
convertido en una molestia para los caciques políticos de Caldas por sus constantes
denuncias desde su columna Punto de Encuentro, que todos los domingos abría un
agujero más a los casos de corrupción en el departamento para que los caldenses
miraran por allí.
“Todos somos dueños de nuestro miedo; a mí me da muchísimo
miedo”, dijo en una entrevista con Darío Arismendi el 14 de octubre de 2001. Nunca
le faltaron amenazas por sus posturas firmes y sus denuncias, pero días antes
de su muerte éstas habían arreciado de manera preocupante. Unas horas antes de que
lo mataran, en la mañana del 30 de enero de 2002, le dijo a Caracol Noticias: “Tratar
de silenciar o callar los medios de comunicación es un acto doblemente
terrorista, porque es, al miedo, infundirle el silencio”. Salió a almorzar y a
su regreso lo esperaba el sicario a la entrada del periódico.
Pero Sierra no era nada más un sólido periodista de
investigación –que no es poco en este país--: era un prosista notable, y
cuentan sus amigos que hasta poeta de brillo. Pero era modesto, silencioso. Una
de sus frases de batalla era “la palabra es lo que sobra del silencio”. Y más
que una frase bonita era su método de trabajo: uno puede notar que cada columna,
cada artículo o entrevista estaba precedido de una profunda reflexión para
llevar al lector la información de la mejor manera. Esos textos no solo brillan
–todavía-- por la información que contienen, sino también por su estilo, construido
con inteligencia, con cortesía, con elegancia.
Hace un par de años la Universidad de Caldas y el diario La Patria publicaron un pequeño volumen titulado
Lo que sobra del silencio, que recoge
entrevistas de Sierra a personajes del departamento y el país. Se trata de una
selección breve pero significativa realizada por Carlos Augusto Jaramillo. Es
un bello librito, lástima que editado con poco cuidado: está lleno de erratas. Creo
que falta rescatar más obra de Sierra y ponerla a circular, porque todavía
tiene mucho qué decir.
Juan Gossaín. Un
militante vitalicio de la nostalgia
(Junio 16 de 1991)
Lo conozco sin conocerlo de tanto escuchar su voz en las
mañanas, por la lectura de su columna en la revista Semana, por algunos cuentos suyos, por su “Informe confidencial” en
televisión, por algunos reportajes de juventud, cuando era periodista de
prensa.
Por él conozco, sin conocer, esa franja de tierra larga y
ancha que es San bernardo del Viento. Sé lo difícil que es conseguir un par de
cordones negros, delgados y redondos para zapatos de ojetas pequeñas. Aprendí
que las palomas de Aruba son gordas como las de los cuadros de Botero, que
Toño, el gaitero de San Jacinto, en Córdoba, toca su instrumento con un frenesí
único. Tan grande como la nostalgia de Juan Gossaín por su tierra costeña, por
su anonimato y por las cocadas de ajonjolí.
Quiero hacerle una entrevista, le dije a un amigo común:
Esteban Jaramillo. Y Esteban me acabó de corroborar entonces mis apreciaciones
y me dio, además, otros detalles de su personalidad. Es un lector empedernido y
desordenado, me dijo. También que es un católico de primera fila, un
garciamarquiano confeso, un hincha del Junior de Barranquilla y un adicto a las
corbatas francesas marca Hermes.
Quiero hablar de cosas
inútiles
“Son las chilindrinas que me hace colocar la mujer. Uno
siempre hace lo que la mujer manda y estas corbatas con una cosa de ella”,
confesó cuando le pregunté por tal gusto.
Le dije que me habían dicho que era bohemio. Me dijo que
sentía nostalgia por la bohemia ya que él no la había abandonado. “La bohemia
nos dejó a nosotros que es distinto. La tecnificación del periodismo, la prisa
de las nuevas modalidades y técnicas periodísticas y la radio que está abierta
las 24 horas, ya no le permiten a uno ser bohemio. Se acabaron las reuniones
con poetas, los versos a las 12 de la noche, las serenatas, las discusiones.
Discutir sobre las cosas inútiles, que es lo más bello de la vida”.
Esto lo dice con nostalgia. Es un gran nostálgico. Y como
todo nostálgico, es un gran romántico también. Por eso cuando habla de las
discusiones de las cosas inútiles recaba en que lo más bello de la vida y
además lo que más ha querido hacer es: “dedicarme a hablar de cosas que para la
gente práctica y realista son inútiles pero es lo que permite que la vida sea
amable. Eso es lo que más añoro”.
Nació en enero de 1949. A los 20 años se inició como
cronista de El Espectador y desde
entonces ha vivido, sufrido, amado, soñado y cumplido con una sola tarea: ser
periodista. Hasta sus escarceos literarios se han quedado un poco a la vera por
esta que él llama su misión.
Jugar béisbol fue mi
sueño
“Yo me siento un escritor frustrado. García Márquez dijo
sabiamente que lo malo de la literatura es que uno no escriba cuando quiera,
sino cuando pueda. Y la verdad es que no quiero ser un escritor irrespetuoso
con las letras y creer que puedo hacer esa labor los fines de semana. No, a eso
hay que dedicarle todo el tiempo, todas las angustias, todas las vivencias. Eso
hay que ejercerlo como un oficio artesanal, 24 horas al día. Y como no puedo
hacerlo por el trabajo periodístico, por eso no lo intento. No estoy
escribiendo nada. Incluso dejé de escribir mi columna de Semana cuando vi que se me estaba convirtiendo en un compromiso y
dejaba de ser un placer. Por eso la cancelé. A mí el periodismo me agobió. Me
siento en una arena movediza en la cual me estoy hundiendo poco a poco y de la
cual es cada día más difícil salir”.
Juan Gossaín, sin embargo, no solo tiene la frustración de
no poder ser un gran escritor, tampoco puede ser un gran jugador de béisbol.
Jugar en las grandes ligas fue un sueño de niño.
“Lo primero que quise ser fue un gran jugador de béisbol y
no pude porque resulté torpe para los deportes. A mí me ponían a jugar simple y
llanamente por compasión. Terminé de árbitro. Mis amigos siempre me decían que
yo era un excelente árbitro. Lo que pasa es que los que somos malos para los deportes
terminamos convertidos en árbitros”, dice.
Pero de sus años de niñez y juventud no solo tiene el
recuerdo de su sueño de beisbolista. Los tiene todos. “Es un hombre de una gran
memoria”, me había dicho Esteban Jaramillo. Cierto. Tiene una memoria tan fiel
como el perro de Lamparita, un personaje de su San Bernardo del Viento.
Es que los recuerdos de Gossaín tienen fibra del trópico.
Permanecen en él como ancla del sol al medio día sobre la plaza de San Bernardo
del Viento. Así sea como dice él que dijo el expresidente López, “ese loquito
que se la pasa contando las procesiones de su pueblo”, la verdad es que su
memoria tiene la dicha de estar siempre estacionada en el mejor descampado de
la infancia.
“San Bernardo del Viento es para mí un punto de referencia
de la infancia, de los mejores recuerdos, de los años pasados, de lo que ya no
volverá nunca. Por eso escribo sobre él. Alguien me preguntó por qué no había
vuelto si tanto lo añoraba y yo le dije que porque me negaba a confrontar la
poesía con la realidad. Para mí San Bernardo del Viento es un venero poético,
venero de nostalgia y de recuerdos.
”Volver sería como someter a un careo la poesía con la
realidad, sabiendo que siempre gana la realidad. Por eso no he vuelto”.
Llevar la vida de
cabestro
Aparte de hablar de sus crónicas sobre San Bernardo del
Viento, lo que se detecta en ellas, además, es su nostalgia por el anonimato.
Da la sensación de que en cada línea estuviera reclamando
esos días que García Márquez llama aquellos en que era feliz e indocumentado.
¿Qué dice al respecto?
“Yo añoro los tiempos perdidos en que uno podía ser un buen
vecino; en que uno podía ser anónimo. A mí lo que menos me atrae de mi trabajo
profesional es la figuración. Por eso no voy a nada. No asisto a cocteles, a
actos públicos, a recepciones, a nada. La figuración pública me cohíbe, me
enreda, me confunde, me hace sentir como prendido de un anzuelo. Yo sólo acepto
invitaciones a conferencias en universidades o a reuniones con colegas, porque tales
encuentros tienen más de acto cultural e intelectual que de figuración”.
Entonces recuerda, con pesar por sí mismo, que se le ha
hecho imposible la vida. “Ahora ando con escoltas y la vida que se me está
perdiendo… ¡miércoles!, el pequeño placer de hablar con el vendedor de cigarrillos
en la esquina; el pequeño placer de salir los sábados porque en Bogotá hace sol
los sábados, todo eso se ha ido a pique y eso es lo que quisiera recuperar para
mi vida: volver a las delicias del anonimato, tener la tranquilidad del padre
de familia que llega a casa, que ve a sus hijos, que sale con ellos. Como decía
alguien bellamente, ‘poder ir por el mundo llevando la vida de cabestro’. Eso
es lo que yo quiero hacer. Pero desgraciadamente no se puede”.
¿Por qué dice que no
se puede si bastaría con que renunciara a la dirección de noticias de RCN y se
fuera a algún lugar a escribir lo suyo para recuperar parte del anonimato que
anhela?
Juan Gossaín dice entonces que para entender este fenómeno
hay que estar metido en su pellejo, ya que él cree que todo hombre tiene una
misión en la vida y que la suya es la radio. “Y las misiones no se abandonan”,
sostiene. Añade igualmente que lo determinante en la vida no es siempre lo que
uno desea, sino el sentido de la misión, y que la suya es conducir un noticiero
de radio. Dar noticias, difundir derechos. “No puede abandonarse eso aunque uno
quiera. Es la fatalidad”.
El sentido de la
fatalidad
El sentido de la fatalidad, lo tiene Juan Gossaín desde que
se recuerda. Para él fue fatal una vaharada de viento fresco en la plaza de San
Bernardo del Viento, pues este levantó las hojas de un almendro y puso al
descubierto su beso furtivo con el primer amor. Aquello era un designio. Y es
que como para su madre, para este periodista todo cuanto no tiene una explicación
racional tiene algo de fatalidad. “Para mi madre que es el ser capital en mi
vida y que es una curiosa mezcla de costeño y árabe, todo en la vida tiene un
sentido de fatalidad, incluso las buenas cosas. El otro día me llamó por
teléfono y me preguntó si sabía lo que le había pasado al pobre de Sabas, un
amigo mutuo que ya murió. Le dije que no y me contó que había tenido la
fatalidad de ganarse la lotería. Es que para ella todo lo que no tuviera una
explicación racional era así”.
¿Cuál es la fatalidad
para su madre de su éxito profesional?
“Haber perdido la intimidad. Las amigas en Barranquilla me
dicen que ella habla de su pobrecito hijo que no puede salir solo a la calle.
Es que ella me entiende, ella comprende lo que me está pasando, porque de ella
lo aprendí”.
Las malas palabras
Costeño hasta la médula, Juan Gossaín tiene unos recuerdos
que son de mar, de olas de calor, de palmeras, de sillas de vaqueta recostadas
contra las puertas, de ranchos de paja con paredes emplastadas con boñiga de
vaca, de corronchos. Sobre todo de sus seres queridos corronchos. “Desconfíe
siempre del costeño bullanguero y parlanchín. El costeño es un hombre humilde,
reconcentrado, tímido”, dice.
Que los de su tierra, él incluido, hablen un español pleno
como un palo de guayabas maduras, llenas de la gusanera del vulgarismo, pero
apetitoso y saludable al tiempo, no les quita esa condición. Para él las malas
palabras ha dejado en su vocabulario ese lugar oscuro de la gratuidad para
instalarse en sus escritos como recurso literario. “Mis malas palabras nunca
las digo en mi vida diaria pero son un recurso literario. En la medida en que
estén ubicadas en el lugar adecuado, son válidas. Uno lee muchas groserías
gratuitas, sin sentido, sin razón, pero le pregunto: ¿usted ha leído en la
historia universal, una grosería mejor colocada que la última palabra de El Coronel no tiene quien le escriba?
Toda la novela está condensada en esa palabra que es una obscenidad. Sólo que
es tan bella, está dicha con tanta pureza, con tanta exactitud y en un momento
tan oportuno que ese ¡mierda! no
había nada con qué reemplazarlo. Era vital allí. Único”.
Santa Petrona Barroso
Hablando de
literatura, usted que ya ha escrito una novela, ¿tiene acaso boceteada la gran
novela que le gustaría escribir?
“La tengo desde hace muchos años. Desde cuando era niño. Tal
vez lo que he tenido es miedo de escribirla, porque la historia es tan grande
que exige a un escritor profesional, íntegramente dedicado a eso y yo no puedo.
”En mi pueblo, hace muchos años, antes de que yo naciera
incluso, había una mujer flaca, esquelética y mística a la cual el pueblo
llamaba Santa Petrona Barroso, porque hacía milagros. Lo curioso de la vida de
esta mujer es que de día hacía milagros (curaba enfermos, sanaba vacas con
gusanera, salvaba cosechas) y en la noche acaudillaba a los campesinos pobres
para invadir tierra. Terminó en la cárcel…
”Lo que me apasiona de la historia es que la pusieron presa
no por hacer milagros, sino por invadir tierras. Me parece enorme esta historia
de esta mujer a la que perdonan que hiciera milagros mas no que hiciera
política. Esa es la historia que yo quisiera contar algún día; pero no me
siento con coraje para hacerlo. No tengo el talento para hacerlo”.
Garciamarquiano de tiempo completo, Gossaín es igualmente
gran admirador de John Dos Passos, al que considera el más grande escritor de
su época en los EE.UU. “El mejor de todos es Dos Passos. La gran literatura
urbana, aquella que comprende a un hombre de la ciudad, que habla de la selva
de cemento, es la suya.
”Manhattan Transfer
es la gran novela de Nueva York. Entre los grandes escritores norteamericanos
de su época, Steinbeck, Hemingway, Faulkner, Fitzgerald, él es, en mi humilde
opinión, el más grande”, afirma.
Pero también tiene como gran deleite la obra de Joseph
Conrad, el escritor polaco que a su modo de ver tiene los mejores marineros de
la literatura universal. Gossaín se nutre de literatura. Y más que de
literatura en sí, se nutre de lecturas. Las suyas son de todo orden, de toda
calidad.
“Soy un lector indisciplinado. Soy un devorador de todo,
desde catálogos de almacenes de muebles hasta libros. Yo leo todo lo que me cae
en las manos. Folletos, revistas, libros, catálogos, revistas de farándula,
boletines. Leo de todo. Es que lo pasa es que algunas de las mejores cosas las
encuentra uno en los peores libros, en folletos. Todo el mundo ha perpetuado
para siempre sus malos versos como se dice por ahí. Hay que leer, pues, cuanto
aparezca”.
No quisiera ser
distinto
Usted que siente tanta
nostalgia por no ser literato, y quiere de todo, si tuviera la oportunidad de
volver a nacer, ¿qué haría?
“Haría lo mismo que he hecho hasta hoy, corrigiendo mis
errores. Esa es la ventaja de volver a nacer. Yo sería el mismo de hoy,
periodista. Me sentiría igualmente frustrado como escritor y volvería a mis
nostalgias. Además sería, como lo soy, un fervoroso creyente”.
Entonces dice que es entrañablemente católico y que su
acercamiento a Dios le ha enseñado que la vanidad no es más que petulancia del
hombre. “Todos somos pequeñas cosas, somos briznas de hierba en las manos de
Dios. Somos cosa vana, variable y ondulante, como decía Barba Jacob citando a
Montaigne”.
Agrega que es consciente de que siempre se equivoca. Que le
pasa todos los días de la vida tanto a nivel humano como a nivel profesional;
pero que procura no equivocarse nunca a nivel moral, es lo peor.
“Que nunca se extravíe para el hombre la moral y la
sensibilidad. Yo lo único que le pido a la gente es eso. Que no pierdan esos
supremos valores y menos cosas de que asombrarse”.
¿Tiene usted algún
principio rector de su vida?
“Sí. Siempre he pensado que me gustaría regir mi vida por un
verso de Rafael Pombo que dice: ‘feliz el que consulta oráculos más altos que
su duelo’ ”.
Manifiesta, finalmente, que esto es lo que desea por cuanto
en dicho verso está la esencia misma del cristianismo, cual es la de entender
que hay un ser superior, uno que rige y gobierna todas las cosas.
Es que Dios, como dijera Einstein, no juega a los dados con
el universo.
Lo fusilamos de: Orlando Sierra Hernández, Lo que sobra del
silencio. Entrevistas, Manizales, Universidad de Caldas y Diario La Patria, 2009, pp.
115-123.
Comentarios
Ángel Castaño Guzmán