“Panorama de narrativas”: los inicios de una colección (2)
El año 1982 empieza con otro italiano, o mejor dicho, argentino, que después de escribir en español se marchó a Roma y se pasó al italiano: J. Rodolfo Wilcock, autor de La sinagoga de los iconoclastas (PN 9), que presentamos con un prólogo de Ruggero Guarini (a modo de devolución de la visita). Un libro excepcional –una galería de retratos de utopistas, inventores, teóricos, sabios, todos ellos abnegados héroes del absurdo–, que se inscribe en la línea de Vidas imaginarias de Marcel Schwob y La literatura nazi en América de Roberto Bolaño, por nombrar un predecesor y un sucesor.
La colección de cuentos muy breves La mujer oculta, de Colette, fue el primero de los cuatro títulos publicados en “Panorama de narrativas” de esta gran autora, heterodoxa, inconformista, escandalosa, gloriosamente amoral y de sensualísima prosa. Un libro que no excluye una ácida visión de las relaciones amorosas: “ese calabozo que se llama la vida a dos”, “el moho de la vida conyugal”.
Amor por un puñado de pelos (PN 11), de Mohammed Mrabet y Paul Bowles, es quizá el mejor ejemplo de la abundante colaboración entre ambos: Mrabet le contaba sus historias magrebíes a Paul Bowles, quien las elaboraba y escribía en inglés. El libro lo había publicado Peter Owen y me lo había recomendado Juan Goytisolo, quien escribió un excelente prólogo. Por fin, fetichismo de editor, podía inscribir a Paul Bowles en el catálogo: unos años antes, en los setenta, conversando en México con Carlos Monsiváis de tantísimos libros, surgió en la conversación Paul Bowles, de quien Black Sparrow Press (la editorial de Bukowski) había publicado sus Collected Stories, una amplia colección de cuentos. Carlos se ofreció a hacer una selección y traducirlos él mismo, pero no fue posible un acuerdo, insistieron en la edición íntegra. Se trataba de un libro muy extenso, una inversión considerable en una mala época de la editorial, y con dos agravantes excesivos: ser un libro de relatos y además de un escritor entonces desconocido en nuestro país.
Compañía (PN 12), de Samuel Beckett, un autor a quien había empezado a admirar leyendo su obra de teatro Esperando a Godot (publicada si bien recuerdo en el primer número de aquella excelente revista que fue Primer Acto), era, aunque no muy largo, el texto más extenso de Beckett en muchos años y realmente magnífico. Negocié los derechos con su editor John Calder, viejo compinche de los tiempos del Premio Internacional de los Editores en los años setenta. Uno de los especialistas en Beckett era el italiano Aldo Tagliaferri, colaborador de Feltrinelli, a quien en una Feria de Frankfurt le pedí un texto que figura a modo de epílogo.
En cuanto a El reposo del guerrero de Christiane Rochefort, fue un texto escandaloso en su época, que en España sólo se podía leer en francés o en su edición argentina. La historia era el amour fou de la autora por un personaje, copia literal, se afirmaba, de Pierre-Francoise Rey, el autor de Les pianos méchaniques y presencia frecuente durante años en los bares de Cadaqués. Me pareció oportuno incluirlo en la colección, con una ilustración de Balthus, Jeune fille à la chemise blanche, la primera de un autor que luego he utilizado con frecuencia. Le encargué un prólogo a Esther Tusquets, que también lo había devorado en su época, pero que tras la relectura me envió un texto más bien reticente, que preferí colocar como epílogo.
Cuando recibía los catálogos semestrales de Louisiana University Press, esperaba encontrar las informaciones habituales: libros sobre jazz o los campos de algodón o los barcos por el Mississippi. Pero de pronto hubo una excepción: se anunciaba la única novela publicada por dicha editorial universitaria: A Confederacy of Dunces, de John Kennedy Toole. En el catálogo se reproducía el texto del prestigioso novelista Walter Percy, que figura como prólogo del libro, en el que cuenta cómo, estando en su despacho de la editorial, entró una señora con un paquetón de cuartillas de una novela de su hijo, John Kennedy Toole, quien no logró que se publicase, pese a ser genial, y que al fin se suicidó. Percy cuenta su lógica prevención ante el mamotreto inédito y cómo quedó fascinado por su lectura; ese texto de presentación era muy excitante, por lo que decidí pedir una opción. Nos enviaron el libro, advirtiéndonos que teníamos una segunda opción, otra editorial española acababa de pedir la primera. Estuve en vilo varias semanas, ya que la novela era tan estupenda (y divertidísima) como prometía Walter Percy. Finalmente la otra editorial (no supe cuál era hasta bastantes años después) no se decidió, pasé una modesta oferta de 1.000 dólares, que fue aceptada, se puso la traducción en marcha y en la primavera del 82 publicamos La conjura de los necios con una primera tirada de 4.000 ejemplares. Los primeros meses fueron más bien sosegados, pero en septiembre, al volver de vacaciones, el libro se había agotado, por lo que hicimos una reedición, también moderada, que duró un día, así que volvimos a reeditar y se convirtió en el mayor longseller de la editorial. Me comentaron que en aquel verano, en las playas españolas, se podía observar un curioso fenómeno: gente agitándose espasmódicamente sobre sus tumbonas o toallas; si uno se acercaba, veía que estaban leyendo un libro a carcajadas: La conjura de los necios. Un caso de boca-oreja en estado puro y que se transmite de generación en generación.
El libro, entretanto, había ganado el Pulitzer, lo que para efecto de ventas españolas significa bien poco, y se había convertido en un bestseller en su país y también en el Reino Unido. Como anécdota, en Francia, pese a ganar el Premio al Mejor Libro Extranjero, no funcionó (quizá la traducción, que comparé, era demasiado argótica, como de una novela de la Serie Noire), ni tampoco en Italia (el editor que la adquirió, mi amigo Piero Gelli, cambió de editorial y su sustituto la publicó sin el menor entusiasmo). Yo me había convertido en un gran propagandista de La conjura entre mis colegas amigos, y así Christian Bourgois compró más adelante los derechos de bolsillo para su colección “10 x 18”, donde funcionó muy bien, y el director de la italiana Marcos y Marcos la adquirió hace pocos años, al quedar sus derechos libres, y ha sido uno de los mayores éxitos de su pequeña y vivaz editorial.
Años después apareció La Biblia de neón, una primera novela, también inédita, de Kennedy Toole, escrita a los dieciséis años con sorprendente madurez: una lúgubre visión del Deep South, con ecos de Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote, aunque sin su maestría. Pero nos quedaremos para siempre sin saber de las andanzas de Ignatius Reilly en Nueva York.
A Giorgio Manganelli, escritor estrictamente genial, lo conocí en Barcelona, donde estuvo de paso, exactamente el día del confusísimo atraco al Banco Central. Estábamos en un hotel cercano, el Calderón, y nos llegaban noticias indescifrables, de secuestradores y secuestrados. Otro italiano y esta vez no de Adelphi (aunque muchos años después Calasso empezó a editar su opera omnia). Aparte de esa tarde, lo vi después en una Feria de Frankfurt en la que Italia era el país invitado. Poco sociable, aunque estuvimos en un par de cenas en petit comité, aparcaba un rato cada día en el stand de Anagrama, como refugiado, miraba los libros, comentaba el catálogo, ¡ah, la Compton Burnett! En su espléndido libro de ensayos literarios, La letteratura como menzogna, le dedicaba un ensayo a esa incomparable escritora, que coloqué como prólogo de Padres e hijos. Mirada penetrante, cultura inagotable, perverso sentido del humor; a veces resultaba casi cálido, otras segregaba una sensación de peligro, como animal feroz rumiando el modo de aniquilar al contertulio. Así me lo pareció en un par de ocasiones, a menos que fuera un despliegue teatral de humor negrísimo.
El primero de los cuatro libros de Manganelli publicados en la editorial fgue uno de los más accesibles, Centuria (PN 16), con un subtítulo memorable y engañoso: Cien breves novelas-río. Pero que el lector no se confunda: no encontrarán ahí cien miniaturas, cien novelas bonsái o cien barquitos dentro de una botella, sino cien historias a menudo enigmáticas y esquivas. Eso sí, breves. Y fulgurantes.
Joseph Roth comparece de nuevo con A diestra y siniestra (PN 17), que había sido publicada ya en los años treinta, en versión de quien fue, en su día, primer traductor de Freud al español: Luis López Ballesteros y de Torres, traducción que utilizamos en nuestra edición. Una excelente novela, aunque no llega a las alturas literarias de La noche mil dos y Confesión de un asesino, que aparecieron más tarde en la colección.
Mario Brelich es otro italiano, o mejor dicho, un húngaro que escribía en italiano (cosecha Adelphi), un escultor que escribió varias curiosas novelas sobre temas bíblicos. Quizá la mejor era La ceremonia de la traición (PN 18), una compleja visión de Judas. Pensé que el personaje ideal para prologarlo era Jesús Aguirre, amigo, ex colega y recién duque de Alba, y tras cierto intercambio epistolar casi lo escribió: la idea le hizo mucha gracia pero, en su última carta, meses después, el mensaje era que sus múltiples y novedosos quehaceres le impedían dedicarse a ello. Lo sustituyó in extremis un texto de Giorgio Manganelli.
Con El placer del viajero, una novela veneciana, inquietante y macabra, de Ian McEwan, hace su entrada en la colección el después bautizado “British Dream Team”, en aquel entonces, 1982, un puñado de brillantes jóvenes autores con apenas obras publicadas. En la colección “Contraseñas”, en 1980, ya había aparecido su primer libro de cuentos, Primer amor, últimos ritos, uno de los mejores debuts que se recuerda en la literatura inglesa en décadas (otro fue El libro de Rachel de Martin Amis, que también se publicó en “Contraseñas”). Luego seguiríamos publicando en “Panorama de narrativas” toda su obra posterior, con títulos como El inocente, Niños en el tiempo, Amor perdurable, Amsterdam, con el que ganó el Booker, o el último, que aparecerá en otoño próximo, Expiación.
Lo fusilamos de: Jorge Herralde, Flashes sobre escritores y otros textos editoriales, México, Ediciones del Ermitaño, 2003.
En dos días, tercera y última entrega.
Comentarios
Ah, y ya entendí por qué a Camilo no le importa el rating de esta trilogía: este blog es un lavadero
Ah, y yo no me vendo por trago (bueno, podemos negociar).
Lucaz
Lucaz
Lucaz