Plimpton & Hemingway: cuarta entrega



—En relación con esto, recuerdo que usted también advirtió que para un escritor es peligroso hablar sobre una obra en gestación, que el escritor puede “destruirla contándola”, por decirlo así. ¿Por qué habría de suceder eso? Hago la pregunta porque hay tantos escritores
—Twain, Wilde, Thurber, Steffens son los que me vienen a la mente— que según parece solían pulir su material sometiéndolo a la prueba de ser escuchado por otras personas.

—No puedo creer que Twain haya “probado” alguna vez a Huckelberry Finn contándoselo oralmente a otras personas. De haberlo hecho, éstas probablemente le hicieron sacar las cosas buenas y meter las partes malas. La gente que conoció a Wilde decía que éste era mejor conversador que escritor. Steffens hablaba mejor de lo que escribía. Tanto sus textos como sus conversaciones eran a veces difíciles de creer, y yo lo escuché alterar muchas historias a medida que se hacía viejo. Si Thurber es capaz de hablar tan bien como escribe, debe ser uno de los conversadores más grandes y menos aburridos. El hombre que yo conozco que mejor habla sobre su propio oficio y tiene la lengua más agradable y más perversa es Juan Belmonte, el matador.

—¿Podría usted decir cuánto esfuerzo consciente hubo en el proceso de crear su estilo distintivo?
—Esa es una pregunta cuya contestación sería larga y fatigosa, y si uno se pasara dos días contestándola llegaría a sentirse tan consciente de sí que no podría escribir. Yo diría que lo que los aficionados suelen llamar un estilo es por lo general tan sólo la torpeza inevitable con que se empieza a tratar de hacer algo que no se ha hecho hasta entonces. Casi ningún nuevo clásico se asemeja a los clásicos anteriores. En un principio la gente sólo puede ver las torpezas. Después éstas ya no son tan perceptibles. Cuando se manifiestan de manera singularmente torpes, la gente piensa que las torpezas son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.

—Usted me escribió en una ocasión que las sencillas circunstancias bajo las cuales fueron escritas varias de sus obras podrían ser instructivas. ¿Podría usted aplicar eso a “The Killers” (Los asesinos) —usted dijo que había escrito ese cuento, “Ten Indians” (Diez indios) y “Today Is Friday” (Hoy es viernes) en un solo día— y tal vez a su primera novela, The Sun Also Rises?
—Vamos a ver. The Sun Also Rises la comencé a escribir en Valencia el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Hadley, mi esposa, y yo habíamos ido a Valencia temprano para conseguir buenos boletos para la Feria que empezaba allí el 24 de julio. Todos los escritores de mi edad habían escrito una novela y a mí todavía me costaba trabajo escribir un párrafo. Así que comencé el libro el día de mi cumpleaños, escribí durante toda la Feria, sin salir de la cama por las mañanas, después me fui a Madrid y seguí escribiendo allí. En Madrid no había Feria, de modo que tomamos un cuarto con una mesa y yo escribía con gran lujo en la mesa y en una cervecería a la vuelta de la esquina, en el Pasaje Álvarez, donde hacía fresco. Por último el tiempo se hizo demasiado caluroso para poder escribir y nos fuimos a Hendaya. Había un hotelito barato en la playa grande, hermosa y larga y yo trabajé muy bien allí y después volvimos a París y terminé la primera versión en el apartamento en los altos del aserradero en el número 113 de la Rue Notre-Dame-des-Champs seis semanas después de haberla comenzado. Le mostré esa primera versión a Nathan Asch, el novelista que entonces hablaba el inglés con un acento muy marcado y me dijo: “Hem, vaht do you mean saying you wrote a novel? A novel huh. Hem you are riding a travel büch.” (“Hem, ¿qué es eso de que has escrito una novela? Una novela, ¿eh? Hem, estás escribiendo un libro de viajes”). No me sentí demasiado desalentado por lo que dijo Nathan y reescribí el libro, conservando el viaje (que era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Schruns en el Voralberg en el Hotel Taube.

Los cuentos que usted menciona los escribí en un solo día en Madrid el 16 de mayo, cuando una nevada canceló las corridas de San Isidro. Primero escribí “Los asesinos”, que había tratado de escribir antes y no había podido. Después de comer me metí en la cama para calentarme y escribí “Hoy es viernes”. Tenía tanto jugo que pensé que tal vez me estaba volviendo loco y tenía como seis cuentos más que escribir, de modo que me vestí y me fui al Fornos, el viejo café taurino, y tomé café y volví y escribí “Diez indios”. Esto me puso muy triste y bebí un poco de brandy y me dormí. Había olvidado comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y un pequeño bistec y papas fritas y una botella de Valdepeñas.

La mujer que administraba la pensión siempre estaba preocupada porque yo no comía bastante y me había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y me tomé el Valdepeñas. El camarero dijo que traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo iba a escribir toda la noche. Le dije que no, que pensaba que iba a descansar un rato. ¿Por qué no escribe usted uno más?, preguntó el mesero. Se supone que sólo escriba uno, dije yo. Tonterías, dijo él; usted podría escribir seis. Lo intentaré mañana, le dije. Inténtelo esta noche, dijo él; ¿para qué cree que mandó la comida la señora? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue tonterías). ¡Cansarse después de escribir tres cuentecitos! Tradúzcame uno.

Déjeme solo, le dije. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo? Así que me senté en la cama y me tomé el Valdepeñas y pensé qué formidable escritor era yo si el primer cuento era tan bueno como yo esperaba que fuera.

—¿Hasta qué punto está completa en su mente la concepción de un cuento? ¿Cambian el tema o la trama o un personaje a medida que usted escribe?
—Algunas veces uno sabe la historia. Algunas veces uno la inventa a medida que escribe y no tiene la menor idea de cómo va a salir. Todo cambia a medida que se mueve. Eso es lo que produce el movimiento que produce el cuento. Algunas veces el movimiento es tan lento que no parece estarse moviendo. Pero siempre hay cambio y siempre hay movimiento.

—¿Sucede lo mismo con la novela, o formula usted el plan entero antes de empezar y se atiene a él rigurosamente?
Por quién doblan las campanas fue un problema con el que tuve que bregar cada día. En principio sabía lo que iba a suceder. Pero inventé cada día lo que iba sucediendo.

—¿The Green Hills of Africa (Las verdes Colinas de África), To Have and Have Not (Tener y no tener) y Across the River and Into de Trees (A través del río y entre los árboles) fueron comenzadas todas ellas como cuentos y se desarrollaron hasta convertirse en novelas? Si así fue, ¿son tan similares los dos géneros que un escritor puede pasar del uno al otro sin rehacer completamente su enfoque?
—No, eso no es cierto. Las verdes colinas de África no es una novela, pero fue escrita en un intento de escribir un libro absolutamente verdadero para ver si la forma de un país y la pauta general de la acción de un mes podían competir, una vez presentadas con verdad, con una obra de la imaginación. Después que acabé de escribirlo, escribí dos cuentos: “The Snows of Kilimanjaro” (Las nieves del Kilimanjaro) y “The Short Happy Life of Francis Macomber” (La vida feliz de Francis Macomber). Esos fueron cuentos que inventé partiendo del conocimiento y la experiencia adquiridos durante la misma prolongada excursión de caza de la que yo había extraído un mes para intentar su presentación exacta en Las verdes colinas. Tener y no tener y A través del río y entre los árboles fueron comenzadas ambas como cuentos.

—¿Le resulta a usted fácil desplazarse de un proyecto literario a otro o prefiere continuar hasta terminar lo que ha empezado?
—El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para contstar estas preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería ser castigado severamente. Y seré castigado, no se preocupe.

—¿Se concibe usted a sí mismo en competencia con otros escritores?
—Nunca. Yo solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores ya muertos de cuyo valor yo estaba seguro. Pero desde hace mucho tiempo he tratado simplemente de escribir lo mejor que pueda. Algunas veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo.

—¿Cree usted que el poder de un escritor disminuye a medida que se hace viejo? En Las verdes colinas de África usted menciona que los escritores norteamericanos, al llegar a cierta edad, se convierten en viejas madrecitas.
—No sé de eso. La gente que sabe lo que está haciendo debe durar mientras le dure la cabeza. En ese libro que usted menciona verá, si lo repasa, que yo estaba desbarrando sobre la literatura norteamericana con un personaje australiano desprovisto de humor que me estaba obligando a hablar cuando yo quería hacer otra cosa. Yo escribí una versión fiel de la conversación, no para hacer pronunciamientos inmortales. Una porción regular de los pronunciamientos son bastante buenos.

—No hemos discutido los personajes. ¿Están los personajes de sus obras sacados todos ellos de la vida real?
—Por supuesto que no. Algunos provienen de la vida real. Mayormente uno inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia de la gente.

—¿Podría usted decir algo acerca del proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje novelesco?
—Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los abogados especializados en casos de difamación.

—¿Establece usted una distinción, como lo hace E. M. Forster, entre los personajes “planos” y los personajes “redondos”?
—Si uno describe a alguien, es plano, como una fotografía, y desde mi punto de vista es un fracaso. Si uno lo compone a partir de lo que uno sabe, debe tener todas las dimensiones.

—¿A cuáles de sus personajes recuerda usted con particular afecto?
—La lista sería demasiado larga.

—¿Entonces a usted le gusta releer sus propios libros, sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?
—Los leo algunas veces para reanimarme cuando es difícil escribir y entonces recuerdo que siempre fue difícil y que en ocasiones fue casi imposible.

—¿Cómo les pone usted nombres a sus personajes?
—Lo mejor que puedo.

—¿Se le ocurren a usted los títulos durante el proceso de escribir la historia?
—No. Hago una lista de nombres después de terminar el cuento o el libro, a veces hasta cien. Entonces empiezo a eliminarlos, en ocasiones a todos.

—¿Y eso lo hace usted incluso con un cuento cuyo título viene del texto: “Hills Like White Elephants” (Colinas como elefantes blancos), por ejemplo?
—Sí. El título viene después. Conocí una muchacha en Pruniers, adonde yo había ido para comer ostras antes de la comida. Sabía que ella había tenido un aborto. Me le acerqué y conversamos, no sobre eso, pero de regreso a casa pensé en el cuento, omití la comida y pasé esa tarde escribiéndolo.

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