Fusilado: Alejandro Rossi





Se lee tan poco nuestro fusilado ilustre, don Alejandro Rossi... Y es una pena, porque da tantas lecciones sobre el estilo, sobre la arquitectura de un relato o de un ensayo. Se esmera tanto en escoger cada palabra, cada signo de puntuación. Sus cuchillazos de finísimo humor se cuelan por hendijas muy delgadas. Don Alejandro Rossi nos pide tiempo para sus relatos, y aquí se lo damos y se lo seguiremos dando.


Relatos

Es una historia que siempre he contado de la misma manera, sin preocuparme demasiado por la veracidad de los hechos o por la causa de que la narración se organizara de ese modo. Forma parte de un repertorio familiar y casi todos mis amigos la han escuchado con más o menos cortesía. No es asombrosa, aunque quizás sea vagamente pintoresca y, a estas alturas, algo nostálgica. Ignoro por qué la he repetido tantas veces: tal vez la vanidad de que un suceso personal sea una aventura. Pero también es posible que buscara una confirmación. O una ayuda. La historia tiene un comienzo aparatoso: en 1942 mi padre decide que la esposa y sus dos hijos deben abandonar Europa por razones de seguridad. Iríamos a Venezuela, la patria de mi madre, y allí esperaríamos el final de la guerra. No era fácil salir de Italia. Durante meses oí hablar de un tren especial que cruzaría Francia y llegaría hasta Bilbao, cargado de diplomáticos hispanoamericanos. Fallaron algunos trámites o las fechas no coincidieron y ahora sólo recuerdo el aeropuerto, el pequeño avión, las ventanillas pintadas de blanco para que no viésemos al enemigo, el rostro cordial de un cura y las bromas de mi padre. El relato nunca se detiene en las semanas pasadas en Sevilla, no quiere describir las sensaciones de los dos hermanos, sus comentarios sobre la ciudad nueva; a veces menciona —de manera un poco imprevista— la recomendación de mi maestra, dicha en un autobús unos días antes del viaje, de que mirara a Roma con mucho cuidado, una frase oscura y amenazante. Sólo si los amigos son venezolanos y conocen al personaje, abre el relato un paréntesis para regodearse —con una rabia cuyo origen es preciso, pero inconfesable— en la histeria, en los aspavientos de ese señor con barbas, ojos afiebrados, grandilocuente, vano, hipnotizado por el poder, que movía las manos, que se levantaba cien veces de la silla y giraba alrededor de la mesa como un asno demente. La narración apenas alude al puerto de Cádiz, quizá señala la bahía profunda, el muelle lejano, la primera silueta del barco; no entra en detalles, habla rápidamente de la despedida y es muy consciente de lo que no dice. En algunas versiones observa que nunca había mirado a mi padre con tanta atención. De allí en adelante el relato quiere concentrarse e intenta un tono a la vez festivo y esencial. Tal vez es lo adecuado, porque para los dos hermanos ese barco español —El Cabo de Hornos— es inagotable.


La historia recalca la excitación que produjeron los múltiples corredores, los pasillos, las escaleras, los salones, las puertas cerradas de tantos camarotes. Los dos hermanos cuchichean intensamente, descubren zonas desconocidas, clasifican a los pasajeros, los diferentes sudamericanos, los judíos, los españoles, los franceses, las nacionalidades borrosas, polacos, checos, húngaros, escandinavos. La narración también recoge anécdotas obvias de la vida a bordo, la organización de los juegos, la creciente familiaridad, la amistad con otros muchachos. Se enciende cuando cuenta el episodio del submarino alemán que nos detuvo para revisar la lista de pasajeros. Aunque no lo afirma, sugiere que yo vi la nave de guerra y percibí la angustia de ciertas personas. No es cierto, y dormía, todo ocurrió en la madrugada. No bajaron a nadie y, probablemente, se trataba de un reconocimiento rutinario. Salvo unos cuantos énfasis excesivos y algunas insinuaciones indebidas, hasta ahora, sin embargo, no ha mentido. La falta, ya lo dije, son las omisiones. Considera importante hablar del submarino o de la escena en que todos nos mareamos, pero calla el momento en que me di cuenta de que el viaje era una huida. Me di cuenta de que cada día nos alejábamos más. El relato quisiera que las situaciones siempre fueran divertidas y por eso no percibe los aspectos confusos, los instantes desolados. Las siestas que me obligaban a compartir con aquella amiga que acudía a nuestro camarote en busca de silencio, se transforman en la crónica de un niño que contempla a una mujer vieja, delgada y blanquísima, que le ordena mirar hacia la pared mientras se quita el vestido para después tenderse en la cama semidesnuda y sin importarle nada. Cerraba los ojos y si yo me movía me regañaba con un susurro impaciente. Dormía con la boca abierta y los pies sobre una almohada. No roncaba, pero había un ruido que no he vuelto a escuchar: una especie de chasquido de la lengua contra el paladar, un sonido seco, grave y persecutorio. Cada veinte o treinta segundos, una lengua espasmódica e insaciable. Un señora de apellido vasco, nacida en Santiago de Chile, residente en Roma desde su juventud, no suficientemente rica, huésped nuestra durante un verano en el que me aconsejó que no pisara las hormigas, una frase asombrosa e inolvidable. Ésta es la crónica habitual, cierta sin duda, pero en la cual no encuentro la furia de mis recuerdos y mi decisión de no imaginar el provenir. Tampoco está allí el desánimo creado por ciertas conversaciones críticas acerca de Italia; un lento proceso de erosión que me dejaba exhausto y vacío. En la historia sí consta, en cambio, la parte que se refiere a la francesa y al uruguayo. Antes de objetar, conviene reconocer que el material es difuso, estático, apenas sugerente. La mujer perfecta que deslumbra al niño. ¿Qué puede suceder allí? Salvo la seducción, salvo el inesperado y meticuloso acto sexual, todas las otras variantes son triviales. En ausencia del acontecimiento estrepitoso, me limito —y aquí coincido con el relato— a enumerar, sin mayores ambiciones, las tres o cuatro cosas más o menos tangibles que ocurrieron. En primer lugar, el desorden que me causó la hermosura de la francesa, ese hecho insólito y agobiante. Luego, los largos recorridos para encontrarla y verla unos instantes deseando que no me mirara. Por último, la intervención definitiva del uruguayo, un calvo silencioso y robusto: una noche los seguí hasta el puente más alto, cerca de las chimeneas. No vale la pena reconstruir ahora emociones fugaces, estados de ánimo incoherentes, sin nombres precisos. Así sucedió —mínimamente— y me repugna darle una dimensión épica. Estoy de acuerdo con el relato: la psicología destruye la ficción.


La llegada a Trinidad acelera el ritmo. La narración se enfrenta a su prueba de fuego. Prepara el terreno y nos ofrece la información necesaria: Trinidad era una colonia inglesa y, además, una base naval importante. Los barcos que tocaban puertos sudamericanos tenían que fondear en la enorme bahía y someterse a una inspección rigurosa y lenta. No tanto de la carga cuanto de los pasajeros. El capitán informó, unos días antes, cuáles eran los salones que ocuparían las autoridades inglesas para llevar a cabo los interrogatorios y el examen de la documentación. Agregó que también revisarían los camarotes. Desaconsejó cualquier protesta y pidió colaboración y paciencia. Absolutamente nadie podría bajara tierra. Nos quedaríamos allí alrededor de dos semanas. El relato insiste —creo que con razón— en la tremenda curiosidad de los dos hermanos por ver un oficial británico y en la vaga desilusión que sintieron cuando contemplaron los sencillísimos uniformes tropicales, los pantalones cortos, las medias blancas, los zapatos tan normales. También es verdad que el hermano mayor soñaba con un diálogo en el que repetiría aquellos epigramas secos contra el imperialismo inglés. Yo sabía —lo digo ahora— que el autor de esos latigazos, un profesor de griego, lo había regañado por abandonar Italia. Los ingleses —continúa la versión canónica— trabajaban desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. Los funcionarios interrogaban con amabilidad y al final dejaban entrever que tal vez volverían a llamarlos. Jamás hubo gritos o discusiones. Un día, el quinto o el sexto, cambió la atmósfera: el holandés, un hombre grueso, bonachón, amigo nuestro, subió a la lancha y nunca volvimos a verlo. Quisimos saludarlo, pero nos venció la timidez o la solemnidad de la escena. A partir de esa tarde siempre hubo alguien que se fuera con los ingleses. Casi no los conocíamos, pero ahí estábamos, cerca de la escalerilla, silenciosos. Para la revisión de los camarotes trajeron más empleados y no permitieron que los pasajeros estuviesen presentes. Mi madre alabó a los ingleses por centésima vez: no había un objeto, según ella, que no se encontrara en su sitio. El relato, me doy cuenta, se pierde en boberas y en detalles falsamente dramáticos. La explicación es fácil: quisiera tener la compulsión del cuento policiaco y la minucia de un retrato antiguo. Una meta aceptable, pero fuera de su alcance. Por eso abrevio la conversación con mi hermano: sí se rió, sí tenía la cara satisfecha, sí habló en voz baja; repito, sin embargo, que nada de eso es muy importante. Lo esencial es esto: que había escondido su cuaderno de canciones militares italianas en un bote salvavidas. Me lo enseñó con una alegría ávida, y por nada del mundo quiso prestármelo. Admito que la narración mejora cuando describe el entusiasmo de los pasajeros frente a la costa venezolana, unas lucecitas perdidas que admiraron durante media hora. Mejora porque reposa sobre hechos claros, simples, el cumplimiento de un deseo, la desaparición del miedo. Pero no aprende la lección y nuevamente se enreda con la llegada a Puerto Cabello. ¿Por qué nos habla tanto de los equipajes en los corredores, de los camarotes revueltos, del cansancio de la tripulación? ¿Por qué insiste en que la orquesta tocaba un pasodoble mientras nos remolcaban al muelle? ¿Por qué se distrae de esa manera? ¿Por qué no va al grano y nos dice que la despedida más afectuosa fue la de Juan, nuestro cordialísimo camarero vasco? Eso es lo que debería hacer y olvidarse de las casas bajas, la pobretería del puerto, los autos negros de mi familia. La entrada a Caracas lloviendo no es una mala imagen, pero exige la introducción de otros elementos para ser expresiva. ¿Por qué no se decide a encarar el final de la historia con caracoleos artísticos? Sé que es una pregunta retórica, sé perfectamente que no cambiará y por eso asumo la responsabilidad de la conclusión. El asunto es así: Juan le había entregado a mi hermano un conjunto de cartas para que las pusiera de inmediato en el correo. No resistimos la tentación y las abrimos. Estaban escritas en alemán y mi hermano, que seguía las operaciones militares con gran cuidado, me aseguró que mencionaban nombres de acorazados famosos. La verdad es que nos asustamos. Confesamos todo cuando mi tío nos preguntó, por tercera vez, por qué no queríamos que él las dejara en el correo central. Las entregamos. El destinatario era un viejo residente alemán sospechoso de espionaje. Hubo reclamaciones oficiales y la compañía de navegación prometió investigar. Es posible que, más tarde, se tomaran otras medidas. No me gusta pensar en eso. Ésta es, pues, la historia completa. El relato, casi siempre tan parco en relación con nosotros, sugiere que cometimos una traición. Quizá lo hace porque supone, en su inocencia, que un traidor es un personaje literariamente más interesante. Me repugna esa frivolidad. Rechazo la hipótesis del relato y propongo la que es indiscutible: mi hermano y yo fuimos traicionados por Juan. El relato se propone narrar una aventura y nos utiliza sin ningún escrúpulo. Es respetuoso sólo para reforzar la truculencia final. Su torpeza lo delata. Es a la vez ingenuo y maligno. Ha llegado el momento de mandarlo al diablo.


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